Hace unos años, justo por Semana Santa, tuve el placer de visitar la increíble ciudad de Praga. Aún a riesgo de sonar absolutista, creo que es la ciudad más bonita en la que he estado nunca. Sus calles, su música, sus colores. Un lujo. Ninguna de las ciudades que he visitado posteriormente me han hechizado tanto. Y eso que los rascacielos de Nueva York me enamoraron, me vuelvo loca cada vez que redescubro Roma y vivo un ídilio perpetuo con mi ciudad, Barcelona, que es objeto de deseo de miles de turistas al año.
Lo curioso del caso es que no he vuelto a Praga. Y no por falta de ganas, para nada. Sino porque cada vez que se me ha presentado la ocasión he desviado el destino. Supongo que soy una romántica y me da miedo romper la magia. Volver y que ya no esté a la altura de esa imagen mental que me creé de ella. Una tonteria supongo.
Con los años he llegado a la conclusión que mi enamoramiento fue una conjución perfecta de muchos factores alineados en el espacio tiempo. El primero, es que yo no esperaba nada de la ciudad. No la conocía. Ni para bien, ni para mal. No había imagen mental previa. Ni prejuicios, ni expectativas. El efecto sorpresa fue su mejor baza, sin duda. El segundo, fue la inigualable compañía y lo improvisado del viaje: en coche, a la aventura, con una ruta marcada, pero listos para desviarnos en cualquier momento. Y el tercero, supongo, que la ciudad era una auténtica fiesta. Había artistas callejeros en cada rincón, sus calles eran como un laberinto de librerias, antiguas casas de instrumentos y marionetas, y la plaza central hervia llena de puestecitos de huevos de pascua, pintores y niños danzantes.
Sólo llegar, el espectacular reloj de la torre central nos deleitó con su espectaculo. Accionó su mecanismo en el mismo momento en que nos plantamos delante. O al menos yo lo recuerdo así. Una perfecta puesta en escena lista para nosotros. Cuando el reloj acabó con su espectáculo, una banda de violinistas se puso a tocar justo después, y casi no pudimos ni desviarnos que ya estábamos aprendiendo el delicado arte de vaciar huevos para pintarlos y decorarlos después. Una traidición medieval muy arraigada en el norte de Europa que yo desconocía por completo.
Un día más tarde, esos huevos colgarían de los arboles de muchos de los parques de la ciudad, dónde los niños se aglutinaban en busca de huevos de chocolate cesta en mano.
Hacia frío. Y también mal tiempo, pero el callejon del oro que rodea su castillo, al otro lado del puente, me pareció de lo más luminoso. O al menos, así lo recuerdo. La ciudad me pareció un rincón hechizado, una superviviente que resisitia aislada y llena de color en contraste con los bloques grises y desangelados de las poblaciones anexas.
Esta mañana, antes de irme de nuevo de Semana Santa , en manga corta, y con un calor que seguramente aún tardará en llegar a Praga, un grupo de turistas me han preguntado por una pasteleria abierta para comprar huevos de chocolate. Y, pese a que sé que hoy no hay absolutamente nada abierto, me ha dado una envidia tremenda pensar que pronto descubrirán nuestras particulares tartas con plumas y gallinas por primera vez.
Feliz Semana Santa viajeros.
Lea Buendía