Con sus 76 atolones de coral desperdigados por una superficie de más de cincuenta mil kilómetros cuadrados entre las islas de la Sociedad y las Marquesas de la Polinesia Francesa, el archipiélago de Tuamotu fue un lugar a evitar cuando los primeros europeos empezaron a llegar a partir del siglo XVI.
Muchos de esos islotes eran habitados por tribus caníbales pero, sobre todo, era el intrincado laberinto de salientes y rocas de coral de sus aguas lo que amenazaba la navegación y que dieron el sobrenombre de peligroso a este archipiélago.
En la actualidad, sin embargo, atolones como los de Fakarava, Rangiroa y Tikehau figuran en gran parte de los circuitos turísticos de la Polinesia Francesa por el atractivo de sus lagunas interiores de un intenso azul cobalto, por sus infinitas playas de arena blanca bordeadas de palmeras y por la riqueza de sus fondos marinos que, año tras año, atraen a miles de buceadores y turistas interesados en los deportes marinos.
Pero aún quedan muchas otras islas del archipiélago que son muy poco conocidas y, sobre todo, mucho menos frecuentadas. Como Raroia. Un solo avión a la semana aterriza en su corta pista, que apenas cabe entre las aguas de su laguna y el océano. Un barco de carga visita el atolón una vez al mes. A veces con menor frecuencia.
Y el párroco que sirve en la pequeña iglesia de Saint Michel, apenas visita los feligreses un par de veces al año. Es entonces cuando las bodas, bautizos y comuniones se celebran sin pausa, para aprovechar la presencia del padre. Podría parecer que Raroia está olvidada, relegada en la distancia y, casi, en el tiempo.
Pero hubo un momento, hace 75 años, en el que el nombre de la isla dio la vuelta al mundo de la forma más insospechada: el 7 de agosto de 1947 se registró un naufragio en la agreste costa de coral de la isla, uno más de esos muchos accidentes náuticos por los que las Tuamotu adquirieron mala fama.
Pero en esa ocasión no se trató de un barco. Lo que naufragó en un pequeño islote del atolón de Raroia fue la balsa Kon-Tiki, una embarcación de troncos construida según técnicas ancestrales por Thor Heyerdahl, un aventurero noruego que quería probar con ella su teoría extravagante: que los polinesios habían llegado a esas islas viniendo del Este, desde Suramérica.
Junto a cuatro noruegos más y un sueco, Heyerdahl había zarpado del puerto de Callao, en Perú, el 28 de abril. La balsa fue empujada por el viento y las corrientes, sufriendo un par de duras tormentas, el encuentro con tiburones y ballenas y mi y una anécdotas que quedaron recogidas en el libro que escribió Heyerdahl, convertido en un superventas que se tradujo a 66 lenguas, y en un documental que acabó ganando el Oscar en 1951.
Desde que leí ese libro en mi infancia quise visitar algún día Raroia, llegar a esa playa desierta donde habían arribado los escandinavos y, como ellos, «caer de rodillas y hundir los dedos de las manos en la arena seca y cálida» para comprobar si, tal como pensaron, eso era el paraíso.
Lo pude constatar al visitar Raroia en noviembre de 2022, el año en que se celebraban los 75 años de la llegada de la Kon-Tiki.
Apenas viven ciento cincuenta personas en la isla, diseminadas entre Garumaoa, el pequeño pueblo central, y un par de granjas perlíferas, pero a todos los habitantes les suena el nombre de la balsa, aunque quizá no saben qué teoría intentaba probar Thor Heyerdahl con su viaje, teoría que, por cierto, fue desmentida después por la genética y la arqueología, de manera que hoy en día se sabe del cierto que la Polinesia fue poblada por migraciones provenientes del Oeste, empezando en la zona de Taiwán.
Tuve la suerte de poder compartir mi estancia en la isla con gran parte de su población, como con el katekita Jean-Paul Teto, un laico, padre de familia local, que los domingos oficia el servicio religioso en substitución del párroco.
En una comunidad tan pequeña, me dijo, es importantísimo poder mantener las buenas relaciones entre los vecinos, y en ello la religión y la plegaria en común ayuda mucho a los parroquianos.
Quizá también lo hacían las canciones, porque la afición al canto y a la música es inherente al polinesio y en el oficio religioso ésta destacaba en todas las plegarias, convirtiéndose más en un concierto que en una propia misa. Ahí conocí a Jean-Jacques Moevai, el director de la escuela, que además toca el ukelele.
Me invitó a visitar su clase, en la que una docena de niños de entre tres y once años estudiaba en la misma aula. «Si hay algo que nos falta» me dijo «son adolescentes. Se van a estudiar a Makemo o Tahití, y luego ya no regresan. Al menos mientras pueden disfrutar de los cines y las discotecas».
El despoblamiento es una de las amenazas de Raroia, como de otras islas de Tuamotu, pero para Marcel Hiti, el alcalde, no es tan seria. Al final, me comentó, los hijos regresan a la isla porque se sienten atraídos por su pasado, por sus raíces. Aquí quizá no hay muchos oficios que realizar, pero se puede preparar copra y venderla.
Le pregunté qué era eso de la copra y me lo enseñó: fuimos hasta una plantación de palmeras cocoteras, donde Marcel había construido una rústica mesa. Ahí, bien ordenados, había colocado decenas de cocos partidos por la mitad, con la carne blanca expuesta al sol.
Cuando se secaran, los metería en un saco de arpillera para enviar a Tahití, donde serían prensados para extraer el aceite de coco usado en tantas aplicaciones. Eso era la copra y, con tantos cocos en la isla, parecía cosa fácil.
Por último, hablé con el hombre más viejo de la isla, un anciano de 83 años que había sido testigo de la llegada de la Kon-Tiki. El abuelo, sentado en una silla de ruedas, aún se acordaba de la fiesta que dieron en honor a los escandinavos: bailes, música y comida durante días. No me extrañó que Heyerdahl y sus compañeros la hubieran considerado el cielo.
Le pregunté al anciano si Raroia era el paraíso.
–¿A ti qué te parece? –me respondió–. No pagamos impuestos, si tenemos hambre vamos a pescar, si queremos dinero hacemos un poco de copra y nos la compra el próximo barco de carga. Y, si nos ponemos enfermos, el Estado se encarga de enviarnos a Tahití para hospitalizarnos con todos los gastos pagados. Y encima hace buen tiempo casi siempre. ¿Acaso no es esto el paraíso?
Tuve que reconocer que, si no lo era, bien poco le faltaba…