El desierto de Atacama, el rincón más árido del planeta, nos regala estética pura, escenarios extremos, formaciones rocosas con formas, esculpidas por el viento, imposibles de imaginar, paisajes agrietados por sacudidas sísmicas, polvorientos pero salpicados por zonas de vida, los aillus, pequeños oasis donde comunidades indígenas, abastecidas por arroyos estacionales, consiguen el milagro de cultivar, pintar de ‘verde’ entre la inmensidad de arena y rocas. Una grandeza sobrecogedora.
Desde Santiago de Chile (a donde habíamos llegado procedentes de Buenos Aires después de visitar las Cataratas de Iguazú) cogimos un vuelo hasta Calama. Llegamos a media tarde. Desde allí en bus hasta San Pedro de Atacama. Un par de horas. En el trayecto empezamos a disfrutar de la maravilla cromática que regala el sol cuando lentamente inicia su puesta y sus rayos oblicuos rebotan sobre la reseca arena, las piedras descarnadas y los colosos volcanes, en una fantástica sinfonía de rojos, marrones y rosados.
San Pedro de Atacama es un pequeño pueblo con muchas casas de adobe y calles de tierra. Es el punto de partida para visitar el desierto de Atacama. Está a 2.500 metros de altura. Su arteria principal es la calle Caracoles. Siempre hay bullicio. Allí se concentran hoteles y albergues (ofertas para todos los bolsillos) y oficinas donde alquilar una bicicleta de montaña, o contratar rutas a caballo o con un 4×4.
Nos alojamos en un pequeño hostal, con decoración tradicional, modesto, pero limpio y con el personal muy servicial. Es una buena opción, al fin y al cabo, vais a estar poco tiempo en el hotel. Nos fuimos a descansar pronto. El día había sido largo. Recomendamos cenar muy ligero la primera noche. Y beber mucha agua. Hay que aclimatarse a la altura. Los lugares que os esperan pueden sobrepasar los 4.000 metros.
Lo primero que hicimos a la mañana siguiente fue contratar un chófer, con el que pactamos la ruta que queríamos hacer. Nuestro primer objetivo: el Salar de Atacama que está a 10 kilómetros de San Pedro. Se encuentra en una gran depresión geológica y se formó cuando los lagos originales que cubrían esta cuenca se evaporaron, dejando una gruesa capa de cristales de sal al descubierto.
Hay pequeños senderos entre estos bloques de sal. Es muy interesante caminar por ellos, tocar la sal, observar las formas que surgen de su cristalización y la belleza de su blancura que el sol hace resplandecer. Dentro de este salar, hay varias lagunas. Sus aguas combinan el color azul, gris y esmeralda, en tonos intensos. En una de ellas, la Laguna Cejar, el contenido de sal y litio es tan alto que permite a los bañistas flotar sin problemas.
En la temporada del año que visitamos este salar (no hacía calor) no nos atrevimos con esta experiencia. Otra laguna, la Chaxa, tiene poca profundidad y se observan colonias de flamencos andinos, cuyo color rosado añaden calidez a este precioso cuadro de la naturaleza, que se completa con el reflejo de los volcanes, con el Licancábur piramidal al frente, que custodian el salar.
Estuvimos casi hora y media gozando de este precioso escenario. Fuimos a buscar a nuestro chófer para dirigirnos a un precioso pueblecito llamado Toconao. Recomendamos visitar la iglesia colonial y su campanario situado en el centro de la plaza, caminar por sus polvorientas calles, entrar en una de sus modestas tiendas (nosotros compramos bebida y dos gorros) y, sobre todo, recorrer la retícula de pequeños canales que conducen la escasa agua hacia bancales, minuciosamente construidos, donde cultivan verduras y plantan árboles frutales.
Un jardín en medio del desierto de Atacama. De pronto, te das cuenta que el verde se acaba y empieza el marrón claro de la arena. Es la grandeza de lo pequeño, de cómo vivir en entornos naturales tan hostiles. Para nosotros fue una gran vivencia.
Desierto de Atacama, maravillas naturales a 4.000 metros de altitud
Pero nos esperaba otra. Esta natural, las lagunas Miscanti y Miñeques. Tardamos más de una hora en llegar, por una carreterita escarpada y pedregosa que sube por encima de los 4.000 metros. El escenario cromático es de una intensidad que te impacta. A estas alturas, la atmósfera es limpia, cristalina. Ni una neblina que desenfoque la vista. Todo diáfano, con los colores expresando toda su fuerza.
El intensísimo azul de los lagos, el marrón con tonos rojizos de las montañas que los rodean, el cielo nítido en el que resaltaba el blanco resplandeciente de una nube que parecía dibujada a mano, el amarillo y rojo de unas plantas, acostumbradas a sufrir los rigores del clima a estas alturas, componían una preciosa pintura.
La acompañaba, el silencio. Estábamos solos. Así pudimos disfrutar de esta maravilla en intimidad. Andar era un poco fatigoso por la altura. La respiración se acelera si andas a tu ritmo habitual. Solución, ir más despacio y parar de vez en cuanto. Y beber agua, mucha agua.
El chofer se había quedado donde terminaba la carretera. De regreso paramos en Socaire, otro pueblecito auténtico. Recorrimos sus calles polvorientas, sus plazuelas. Vimos los niños entrar en la escuela. Casas modestas. Vida sencilla. Vida normal… pero a ¡3.000 metros de altura! Fuimos a comer a una casa particular.
El chófer conocía a la dueña. Nos preparó una sopa de verduras exquisita y una especie de estofado delicioso. La señora, con el rostro curtido por la rudeza del clima del altiplano, en todo momento nos sirvió con una mezcla de amabilidad y timidez. Al marcharnos nos salió de dentro darle un par de besos. Quedó sorprendida. E incluso creemos que se emocionó un poco.
A media tarde, ya estábamos otra vez en San Pedro de Atacama. Destinamos el resto del día a recorrer el pueblo. Se hace rápido. Es pequeño, como hemos dicho, todo se concentra en una calle. En una bonita plazoleta arbolada se ubica la iglesia. Es un edificio de adobe encalado, con las puertas de madera de cactus.
Data de comienzos de 1600 y su interior tiene un sobrio sabor colonial. También se puede visitar el Museo Arqueológico que tiene curiosidades como los recipientes de piedra labrada con extrañas imágenes zoomorfas. Al parecer una antigua civilización, la Tiahuanaco (500-1000 d.C.), los utilizaba para hacer alucinógenos.
Hay también tallas, cerámicas o utensilios domésticos milenarios. Muy interesante para imaginar el remoto pasado de la zona. Empezaba a oscurecer, picamos algo en una taberna de la calle Caracoles y nos fuimos pronto a dormir. Había que madrugar al día siguiente.
Quedamos con el mismo chófer a las cuatro de la madrugada, para ir a los Géiseres del Tatio. Una hora y media de camino muy malo. El 4×4 sólo hacía que dar botes. Y todo en la oscuridad. Hay que conocer muy bien el terreno para conducir por allí. Pero vale la pena el madrugón. Es un verdadero espectáculo natural.
Chorros de vapor de agua en una zona situada a 4.320 metros de altitud. El conjunto lo forman 40 géiseres y 70 fumarolas, que son grietas en la superficie de una zona geotérmica llana rodeada de montañas de color óxido y volcanes. Llegamos cuando estaba a punto de amanecer. Con la primera luz del día empieza la ebullición y por las grietas asoma el vapor que va ganando presión de forma rápida.
El espectáculo comienza con el sol asomando por las moles montañosas. Los géiseres, en su estado más primario, empiezan a gruñir, se quejan como si algo interior les doliera, empiezan a escupir gotas de agua hirviendo, hasta que al final estallan lanzando con enorme fuerza el vapor de forma visible y audible. Algo fantástico. Los chorros llegan a alcanzar los 10 metros de altura y los 85 grados de temperatura.
Se forman a partir del contacto de una corriente fría y el magma caliente de las profundidades, y asciende por las fisuras y grietas de la corteza. El sol poco a poco va iluminando la superficie de esta cuenca geotérmica hasta que el resplandor del blanco del vapor adquiere un precioso contraste con el color óxido de las montañas.
La temperatura va ascendiendo de forma rápida. Cuando los rayos solares lucen por encima de las barreras montañosas, puedes darte un chapuzón en unos manantiales termales ricos en sulfuros. Empiezas el espectáculo natural con anorak, gorro, bufanda y guantes, y lo terminas con bañador. Otra gran experiencia.
Después de dejar la zona termal, paramos en Machuca, otro pueblecito pintoresco. Este más pequeño que los anteriores, a 4.000 metros, casi despoblado. Sólo una calle con casas construidas de adobe y piedra. Sus techos, de paja. Eso sí, farolas con luz eléctrica. Encima de un montículo, como protegiendo a sus gentes, una entrañable iglesia de vivo colorido: Paredes encaladas blancas. Puertas, ventanas y la cruz exterior, azules.
El techo, de paja. Cuesta arriba a tanta altitud, hay que tomárselo con calma. Pero una vez llegados a la iglesia, vale la pena contemplar resoplando una panorámica típicamente atacameña: pequeñas casonas blancas con cabeza de paja rodeadas por el seco y agrietado marrón de la superficie del altiplano.
El rojo ardiente del Valle de la Luna
Regresamos a San Pedro. Comimos en un entrañable restaurante recomendado por nuestro chófer. Familiar. Unas ocho mesas. Menú casero y sabroso. En nuestra cabeza, la ilusión por asistir al segundo gran espectáculo natural del día: El atardecer en el Valle de la Luna.
Pero antes de llegar allí nos aguardaba un panorama sobrecogedor, otro valle, el de la Muerte. Está a diez kilómetros de San Pedro y es una enorme extensión yerma, con grandes dunas y formaciones rocosas de extrañas y misteriosas formas. Viento, arena que obliga a protegerse los ojos, silbidos que surgen de las grietas de las rocas con las ráfagas. El nombre del valle resulta muy apropiado para uno de los lugares más secos e inhóspitos de nuestro planeta.
Si vemos imágenes de este lugar en la tele y nos dicen que es Marte nos lo creemos. Uno de los puntos desde donde puedes observar el cuadro que más impacta de este valle es la Piedra del Coyote. Como en la serie animada, se trata de una roca que se asoma al vacío parecida a la plataforma desde la cual se precipita el pobre animal a causa de las ingeniosas trampas y triquiñuelas del Correcaminos. Pero como no estábamos en una película de dibujos y fantasías, el vértigo nos hizo ser prudentes, pero nos asomamos lo suficiente para dejarnos impactar por el panorama marciano que teníamos debajo.
Diez kilómetros más adelante se llega al Valle de la Luna. Otro lugar en el desierto de Atacama que parece sobrenatural: Rocas que la erosión ha esculpido con formas imposibles; Enormes manchas blancas formadas por la acumulación de sal seca; Grandes dunas de arena; cuevas de sal. Un paisaje único. Hay un sendero bien señalizado para acercarse a estas extrañas y algunas fantasmagóricas formas.
Por ejemplo, las Tres Marías, una formación rocosa que el capricho de la erosión le ha dado una forma que asemeja a tres mujeres rezando. Parecía otro mundo. Seguimos el recorrido, deleitándonos con estas figuras de piedra y sal. Eso sí, pendientes del recorrido del sol. Cuando vimos que iniciaba su descenso, subimos por un empinado camino que nos dejaría en una plataforma de roca, a la altura de la Gran Duna. Un anfiteatro natural a la espera del gran espectáculo cromático. La luz solar poco a poco iba alterando las tonalidades.
Primero, dunas y rocas de marrón apagado. Poco a poco, con el sol camino de su ocaso, iban pintándose de naranja, luego de rojo cada vez más resplandeciente, hasta llegar a encenderse. A la vez, las manchas blancas de sal acumuladas en la superficie del valle adquirían un intenso azul brillante, como agua marina. Maravilloso.
Cada minuto era una apoteosis de colorido, con las siluetas de los volcanes Lincancábur, éste con casquete de nieve, y Láscar, recortadas en el cielo. Cuando el sol se escondió detrás de los gigantes andinos, la preciosa postal fue adquiriendo un tono rosado-violeta que fue apagándose poco a poco. Se acercaba el final de un día excitante.
Un museo al aire libre
El tercer día en el desierto de Atacama, los destinamos al Salar de Tara y la zona donde se erigen los enigmáticos Monjes de la Pakana. Es un lugar alejado de San Pedro. Unos cien kilómetros por la carretera que conduce a Bolivia para después desviarse campo a través, o mejor dicho, desierto a través. Lo mejor es ir con un chófer que conozca la zona.
Como conducía rápido tuvimos la sensación de ser copilotos del Dakar. Pronto advertimos unos imponentes pilares de piedra en medio de una superficie arenosa. Nos acercamos, pasamos entre ellos. Bajamos del vehículo, llegamos hasta sus pies. El silencio y la soledad del entorno les daban mayor majestuosidad y misterio. Hay muchos de estos gigantes, obra de erupciones volcánicas y la erosión de miles de años.
Cuentan que les pusieron el nombre porque sus delgadas y azarosas formas recordaban a la de los monjes. También se les llama Centinelas del Salar de Tara, por su gran tamaño, formas que desde lejos son similares a las humanas en actitud protectora. Y como la imaginación no tiene límites, también se les llama los Moai de la Pakana, por su parecido con las estatuas de piedra de la Isla de Pascua (poca similitud encontramos cuando posteriormente visitamos esta isla).
Se les llame de una u otra manera, la verdad es que imponen. El recorrido por el desierto de Atacama hasta el Salar de Tara es un museo al aire libre: Todo tipo de formaciones volcánicas que podrían estar diseñadas por el más vanguardista de los escultores. Caminamos con la lentitud que aconsejan los 4.300 metros de altura. Solos, como si estuviéramos en la luna. El perfil de estas caprichosas formas quedaba aún más resaltado por el azul intenso de un cielo sin nubes ni neblinas.
Un par de horas después nos recogió nuestro chofer para ir al Salar de Tara. El paisaje poco a poco fue dulcificándose. El salar lucía con un color azul verdoso metálico. Su entorno estaba rodeado de vegetación. Unas figuras diminutas de color blanco rosáceo se movían en el agua.
A medida que nos acercábamos iba ampliándose su silueta esbelta y sus largas patas. Eran flamencos. Nos sentamos al borde del salar. Este escenario transmitía paz. Un poco más lejos, un grupo de llamas se abría paso a través de la amarilla pradera. El desierto de Atacama nos había regalado otra maravilla.
Llegó nuestro último día. Teníamos vuelo de Calama a Santiago de Chile a las 21.00. Había amplio margen para aprovechar la jornada. Hicimos el check-out. A las nueve de la mañana el chófer estaba a la puerta del hotel, con un coche más grande para el equipaje.
Queríamos visitar el Valle Arco Iris, a 90 kilómetros de San Pedro. Antes de las 11.00 estábamos en otro lugar que desprendía misterio. También solos. El vehículo se pudo adentrar por caminos de tierra al interior del valle. Desde allí diversos senderos te llevan a lugares altos donde tienes perspectivas para gozar de la belleza del lugar. Las rocas que encajonan este valle también tienen extrañas y caprichosas formas, pero su personalidad la dan los colores.
De ahí el nombre de Valle Arco Iris. Diversas tonalidades ‘pintan’ sus paredes rocosas debido a su riqueza en minerales y óxido: Las franjas de color tierra se combinan con rojizos, ocres, verdes y amarillos, y las concentraciones de sal le dan los tonos blancos. El sol en las diversas horas del día acentúa unas u otras tonalidades. Otro espectáculo natural. Vale la pena no ir con prisas.
Cada ángulo es una sorpresa cromática combinada con el azul del cielo. Hay cuevas que te permiten comprobar desde las entrañas de la montaña esta riqueza mineral. Además unas plantas con flores de color rojo intenso repartidas por el valle colaboran a darle aún más colorido a este decorado.
Muy cerca de este valle están los petroglifos de Yerba Buena. La zona está gestionada por la Comunidad Atacameña. Es decir, hay que pagar, pero vale la pena. El clima tan seco ha ayudado a conservarlos. Casi un kilómetro de rocas con figuras como zorros, camélidos tipo guanacos, figuras antropomorfas, incluso una constelación. Un lugar muy recomendable para ver el legado de los pueblos originarios.
Antes de dejar el desierto de Atacama, quisimos visitar Rio Grande. Un acceso complicado. Hay que bajar el profundo valle por una sinuosa, estrecha y empinada carretera. Es un poblado auténtico. Viven sólo 95 personas. Casas típicas hechas de piedra canteada, argamasa de barro, vigas de madera de cactus y techo de paja.
Nos sentamos en la plazoleta de la iglesia, observando sus paredes blancas, su campanario, que refleja el paso del tiempo, y la pequeña cruz, medio inclinada, de su parte superior. Esta es la última imagen que quisimos que quedara en nuestra rutina.
De allí ya nos dirigimos al aeropuerto de Calama. Nos despedimos con un fuerte abrazo de nuestro chófer. Un tipo fenomenal. Nos sentamos delante de la puerta de embarque. Con los ojos cerrados mezclábamos las imágenes vividas en estos intensos cuatro días. Y una conclusión: Aunque Atacama es un desierto, no es nada monótono.
El desierto de Atacama tiene maravillas muy diversas desde el radiante blanco del Salar de Atacama, al contraste cromático de las montañas del Valle Arco Iris, pasando por el espectáculo natural de los Geiseres del Tatio, el rojo ardiente del Valle de Luna cuando el sol se pone y la fuerza brutal de los Monjes gigantes de la Pakana. Jamás lo olvidaremos.
Publicado en el Nº23 de la revista Magellan
Isla de Pascua, viaje hacia el enigma