Los viajes nos contruyen. Los aromas, los sabores, las costumbres, los paisajes se vuelven parte de lo que somos. Si hay un lugar, una vivencia, que me define y a la que vuelvo en el recuerdo una y otra vez, son los dos viajes a Canna, un pueblo de la Calabria, desde donde casi se ve el mar, casi se ve el mundo.
El primer viaje al sur de Italia fue el primer (y último, hasta ahora!) viaje en que dejamos a los hijos en Argentina. Nos animamos a una segunda luna de miel: Moscú, San Petersburgo, Roma, Nápoles, Capri, la costa amalfitana. Paraísos y a la vez excusas para llegar a Canna.
En Sorrento alquilamos un auto y emprendimos el camino hacia la costa del Jónico. Ante el primer cartel de la ruta que mencionaba a Amendolara y a Canna, los pueblos de mis abuelos, no hice más que sacarme una foto y llorar. Nadie de mi familia había visitado esos pueblos, desde que dejaron Italia, luego de la primera guerra mundial.
En este relato de viaje cuento mi historia, la cual seguramente es parecida a la historia de muchos descendientes de italianos, distribuidos por el mundo, que han querido conocer en persona todo aquello que nos han contado de niños. “Volver” a ese lugar donde nunca hemos estado.
Primero fuimos a Amendolara, el pueblo de mi abuela. Città gemellata con Lanús Argentina, decía el cartel de bienvenida. La gente nos trató con un cariño inmenso, recorrimos una y otra vez esas calles, recordando las historias que me habían contado mi abuela y sus hermanas; comimos los helados de Antonio y las pizzas en la Marina. Si bien me sentí feliz por el recibimiento de la gente del lugar, sentí también que un poco de mí desaparecía. Más que unos papeles, ya no había nada en la memoria colectiva sobre aquellas mujeres de mi infancia.
Llegamos a Canna desde el oeste, por un camino montañoso, angosto y bellísimo. Pasamos por Oriolo, su castillo vigía, y por Nocara, donde dicen nació Poncio Pilato. Desde algunas partes del camino se veía el mar, muy a lo lejos, allí abajo, una utopía.
De pronto, luego de una sucesión de curvas cerradas apareció Canna, como una maqueta en lo alto de la montaña. Si hay algo que aprendimos paseando por Calabria, ese reino encantado, es que en toda plaza de todo pueblo hay un grupo de viejos conversando al fresco. Y ellos son la memoria del pueblo, conocen a todos, los que están y los que se fueron. Los pueblos del sur de Italia, cada uno un pequeño paraíso, guardan en su belleza el candil de los migrantes.
Estacionamos a un lado de la plaza y buscamos al grupo de viejos sabios. Estaban en un banco en una de las calles laterales, sentados a la sombra. Apenas hablábamos italiano, pero nos podíamos comunicar igual. Mio nonno è nato qua… Dovreste parlare con Biaggio, lui sicuramente lo ricorda, noi abbiamo dimenticato tutto… Debíamos hablar con Biaggio porque él recordaba todo. Pero Biaggio no estaba. Una mujer se nos acercó y nos acompañó a pasear por el pueblo.
Apenas nos entendíamos, ella hablaba en dialecto y nosotros un itañol atravesado, pero eso no impidió que amablemente nos mostrara los colores y aromas de ese pueblo maravilloso, las calles angostas como diminutos laberintos de piedra. Llegamos hasta un convento, y ella emocionada me presentó a una mujer que estaba limpiando la iglesia: Lei è católica!, le dijo en referencia a mí, que soy ferviente atea, y luego agregó: Lei vuole conoscere la madre superiore ¿qué yo quería conocer a la madre superiora?
Claro que no la saqué de su confusión, me sentía dentro de una película, y sólo podía pensar que mi abuelo Luigi, de niño, había estado en esa iglesia… La mujer luego nos llevó al forno, el horno, una pequeña panadería donde compramos cantucci, una especie de bizcochos con almendras que comimos todo el resto del viaje, y continuamos comiendo al volver a casa.
Cuando nos estábamos subiendo al auto, pensando en regresar al día siguiente, los viejitos de la plaza comenzaron a llamarnos, moviendo las manos, signorina, ecco Biaggio, ecco Biaggio… Y Biaggio estaba ahí, con una sonrisa inmensa. Nos sentamos en el café del pueblo, que tenía una vista increíble, en lo más alto, y allí me contó mi historia. Sabía de mi abuelo Luigi, que se fue del pueblo a los 14 años.
Biaggio conoció a mi bisabuelo, a siete de las once hermanas de mi abuelo, a sus sobrinos, sobrinos nietos, y me fue contando qué fue de cada quien, y me prometió que me iba a averiguar cómo ubicarlos… Caminamos juntos por Canna, vimos los piletones donde lavaban la ropa, la casa donde había vivido mi abuelo, las vistas al valle desde lo alto. Cenamos en la osteria Le Logge, un pequeño restaurant, donde comimos unos exquisitos Fr’zzùw, supongo que una forma local de llamar a los maccheroni al fierro, y unos ajíes crocantes que eran un manjar.
Con la emoción pegada al cuerpo llegó el momento de volver a casa. Al llegar me encontré con un mail de Biaggio, relatando toda la historia de cada una de las hermanas de mi abuelo, de sus esposos, hijos, nietos, dónde están, quienes son… Decidí entonces empezar a estudiar italiano, para poder comunicarme con ese pasado. Se sucedieron decenas de mails con Biaggio desde esa vez, y fui sabiendo de él y de mi familia lejana. Así supe que una de las sobrinas nietas de mi abuelo, mi prima segunda Sara, estaba en Canna, recientemente llegada de Suiza, donde vivió y trabajó casi toda su vida.
Y llegó el segundo viaje, unos meses antes de la pandemia. Esta vez fuimos con nuestros hijos. Llegamos a Bari, desde Londres. Alquilamos un auto. Destino: Canna. Fuimos al municipio para preguntar dónde es la casa de Biaggio. È difficile arrivare da qua… el pueblo es pequeño, pero las calles se suceden diminutas y circulares, como en un cuadro. Entonces le pregunté si sabía dónde vive Sara… Sara vive proprio qui, quella è la porta di Sara. Y golpeé entonces la puerta de Sara.
Me abrió una mujer bajita con los ojos azules de mi abuelo. Buongiorno, io sono la nipote di Luigi… Ella sólo dijo: Luigi? Luigi che se n’ è andato in Argentina? ¿Luigi el que se fue a Argentina? Sí, Luigi el que se fue a Argentina hace cien años… Se cubrió la boca, se sostuvo del pecho y balbuceó Mi abuela y sus hermanas siempre decían: nuestro único hermano varón, y nunca más lo vamos a ver.
Sólo eso dijo Sara, y nos abrazamos, lloramos… Mis hijos, mi esposo, todos inmesamente emocionados. Después de cien años, alguien recuerda aún a Luigi. Eso es Italia, un espacio que pone en duda el tiempo.
Esa noche cenamos todos juntos, como una gran familia, en una hostería rural. Antipasto, primo piatto, secondo piatto, dolce… no hay sistema del cuerpo ni sentido que Italia no conmueva. Nos contamos parte de nuestras vidas, entre risas se mezclaron mil nombres y anécdotas de abuelos, padres, tíos, primos, hijos, sobrinos, de un lado y otro del mundo.
Esos días no hubo más que emociones, esa extraña sensación de estar en casa tan lejos de casa. Conocí otras primas segundas y sobrinos en Trebisacce, donde probamos el exquisito café Coquito, y seguimos recorriendo y saboreando el sur de Italia. Disfrutamos de las playas cálidas de Rocca Imperiale Marina, los restaurantes de la costa, nos bañamos en un mar casi sin olas, ¡y sin gente!, privilegio difícil de encontrar fuera de Calabria.
Cuando llegó el momento de despedirse, Sara y Biaggio nos llenaron de regalos fatti in casa: higos rellenos, peras, salamines… Mangia che ti fa bene…
Aquí sentada en mi ventana, a la espera de la nieve, vuelvo a deambular por las calles de Canna, entretejiendo los hilos de la identidad. No existe un lenguaje preciso para describir los pueblos del sur de Italia y sus sensaciones. En esas casas de techos rojos que cuelgan de la montaña, como ciudades imperceptibles, el tiempo y el espacio no son más que una invención.
1 comentarios
Emocionante viaje al pasado…