Cuando me mudé a Bruselas hace unos años, tenía en mi mente una ciudad norte europea activa y radiante, de casitas estrechas y singulares, de callecitas llenas de mercados de flores, gente en bicicleta, tiendas vintage y cervecerías antiguas.
Tenia en la mente, quizá, la Bruselas que aparece tímida pero contundentemente retratada en los cómics del Tintín de Hergé: gentes con sombreros y gabardina que se protegen de la lluvia con elegantes paraguas, la rigurosidad y el savoir faire del norte…
O quizá pensaba en la Bruselas que se destila de la música de Jacques Brel, tan años 50, que aún esperas encontrar algún Ford de aquellos Años de Oro europeos paseando por sus calles… ¡Qué se yo! En fin, sea como fuere, lo cierto es que una vez puse mis pies en la ciudad me di cuenta de que Bruselas era eso y todo lo contrario… y nada parecido a lo anterior.
Un caos en perfecto equilibrio, que ha cambiado los elegantes paraguas por chubasqueros, los ford de los años 50 por coches oficiales de funcionarios europeos, y las cervecerías… Bueno, hay cosas que Bruselas no cambiaría por nada del mundo, por suerte.
Ahora que por desgracia la ciudad está tan de actualidad, y los medios nos ofrecen cada día imágenes contradictorias de una capital de Europa que muchos, como servidora, desconocían o tenían románticamente idealizada… quiero lanzar una lanza a su favor. Porque puede que Bruselas no sea el oasis de paz y conciliación europeo que nos vendieron, ni tan bella arquitectónicamente como sus vecinas Brujas o Gante, pero tampoco es la ciudad gris y descontrolada que venden ahora. Bruselas tiene sus rincones y sus momentos, y merece la pena conocerla para entenderla. La ciudad es, en el fondo, un retrato extraordinario y en miniatura de lo que es hoy el Viejo Continente, con sus virtudes y sus defectos… Sus complejidades, sus ambigüedades, sus ángeles y sus demonios.
Algo bastante particular, vaya.
La originalidad de la ciudad de Bruselas radica ya en sus propios orígenes. Como la mayoría de ciudades europeas, la ciudad fue en un inicio un pequeño pueblo, que con el tiempo ha ido creciendo y absorbiendo otros municipios que tenía alrededor. Su particularidad está en que esos pequeños pueblos (communes) han mantenido hasta hoy sus propios Ayuntamientos, sin que hayan sido nunca anexionadas administrativamente a la ciudad, tal como ha pasado en la gran mayoría de grandes ciudades europeas.
Hoy la Región Bruselense (un término que han tenido que inventarse para administrar esta particular unión de Ayuntamientos) cuenta entre sus filas con 19 communes: Anderlecht –la del equipo de fútbol–, Auderghem, Berchem-Sainte-Agathe, Saint-Josse-ten-Noode, Etterbeek –conocido como el barrio europeo, pues es donde viven la mayoría de trabajadores extranjeros de la Unión Europa– , Evere, Koekelberg, Ganshoren –la última en ser añadida, y donde se concentran la mayoría de habitantes de habla neerlandesa– , Ixelles –la zona más multicultural, con mayorías portuguesas y africanas–, Jette, Forest, los malogrados Molenbeek-Saint-Jean y Schaerbeek –hoy, por desgracia, de rabiosa actualidad–; Saint-Gilles; Watermaal-Bosvoorde, Uccle, Woluwe-Saint-Lambert y Woluwe-Saint-Pierre –los barrios bien de la ciudad–; y Bruselas –el centro histórico, cuyo ayuntamiento, al seguir siendo el de aquella pequeña ciudad suma sólo 170.000 habitantes–.
Y esta variopinta y original forma de administración, sumada al flamante papel de Capital de Europa se traduce en muchas y variadas ambigüedades que dan a Bruselas ese carácter de desorden organizado que tanto aman y defienden sus habitantes. Y sólo por eso, merece la pena visitarla.
En Bruselas se hablan, por ejemplo, centenares de lenguas. Tantas, que resulta imposible determinar el número. Quizá haya tantas como tipos de cerveza existen en Bélgica (unas 800), o tantas como cantidad de chocolate y bombones ingieren los habitantes de la ciudad al año (unos 11 kilos, es decir, lo equivalente a 770 pralines). Quien sabe… Lo único cierto es que es la única región de Bélgica que es oficialmente bilingüe (habla francés y neerlandés), y que es la única también que no puede, por mucho que lo intente, expandirse más… pues está flanqueada por las regiones de Flandes y Wallonia, que defienden con uñas y dientes sus parcelas lingüísticas. Otro mundo de ambigüedades que es mejor dejar para otro post…
En Bruselas un 88,5% de sus habitantes hablan (sea lengua materna o no) el francés, un 29,7% el inglés; un 23,1% neerlandés; un 17,9% árabe; un 8,9% español; un 7% alemán; un 5,2% italiano; y un 4,5% turco… Y la lista podría seguir. Y mi cifra preferida: como promedio, un habitante bruselense (nativo o no) domina mínimo 2-3 lenguas. Es fácil que en un café de la ciudad uno pueda escuchar 10 idiomas diferentes: conversaciones a cuatro lenguas en una mesa de funcionarios de la UE, mientras alguien en la barra pide en francés un cambio de vaso, pues no le han traído la copa de birra adecuada a su cerveza; el de más allá come un kebab con patatas fritas incrustadas –perfecto y abstracto ejercicio de mezcla de culturas– comprado en el puesto ambulante de enfrente, y a ti te sirve el gofre del día –en inglés con algunas incursiones al español– un belga cuya familia es de origen italiano y que ha seguido toda su educación en neerlandés. Eso es Bruselas.
La mayoría de los visitantes que deciden hacer una visita a la ciudad lo hacen de forma exprés, cuando pasan de camino a Brujas o Amsterdam, y se detienen sólo a conocer su magnífica Gran Place, situada en el centro de la ciudad y el Atomium, la torre Eiffel de la ciudad, una gigantesca estructura de átomos de cristal de hierro ampliados 165 mil millones de veces, que fue construida en las afueras para la Exposición General de 1958. Pero la ciudad merece algún tiempo más, y ahora que vive horas bajas, creo que es un buen momento para reivindicarlo e invitar a los curiosos a hacerlo.
Viviendo allí, y después de recibir ya algunas visitas, empecé a trazar mi propia ruta turística que me propongo compartir ahora. Si uno visita la ciudad, es bueno ver todo lo que aparece en las guías, pero también ir un poco más allá. A la Bruselas real para intentar comprenderla.
Mi visita empezaba siempre en el Parc du Cinquantenaire, situado en Etterbeek, mi barrio, y según supe luego, también el de Hergé, el creador del gran héroe nacional: Tintín. Es un gran parque, de 30 hectáreas, dominado por un Arco de Triunfo, construido inicialmente por Leopoldo II (el rey que dirigió la colonización del Congo…) para la Exposición Nacional de 1880 y que conmemoraba el quincuagésimo aniversario de la independencia de Bélgica. El parque es precioso, sobretodo si brilla el sol, y el arco, a parte de albergar el Museo de la armada, el Museo de la Aviación, el Museo del Automóvil (¡voilà!, allí están escondidos todos aquellos Ford), y los Museos Reales del Arte y la Historia, esconde también una vistas preciosas de la ciudad. Pocos lo saben, pero subir arriba del arco a través del museo de la armada es gratuito y de lo más fácil. Desde arriba uno puede divisar todo lo que seguirá a la vista hacia el centro de la ciudad de un lado, y la avenida Tervuren, dónde están ubicadas muchas de las embajadas, del otro.
Si cruzas el parque entras de lleno en territorio UE. Allí está el metro de Schuman, más embajadas y los imponentes edificios de la Comisión y el Consejo europeo. Una zona de lo más ajetreada durante la semana que queda literalmente desierta el fin de semana, cuando muchos de sus trabajadores regresan a sus países de origen. La Bruselas real, queda un poquito más allá, en Place Jourdan, donde hay mercadillo de quesos y flores el domingo, y colas de bruselenses que esperan tanda en el puesto de patatas fritas por excelencia de la ciudad: Maison Antoine. Sus frites son tan buenas, que los bares de alrededor te permiten comerte el corneto sentado en sus mesas. Saben que es el gran reclamo de la plaza. Tienen muchas salsas: Mayonnaise, Tartare Maison, Andalouse, Moutarde, Samourai, Carbonnade, y mi favorita… la Brazil (que nada tiene que ver con Brasil, claro). Además, uno puede pedir también cualquiera de las especialidades “para llevar” belgas por excelencia: como las Mitraillettes (un bocadillo con carne –normalmente hamburguesa o frikandel–, patatas fritas, algo de ensalada y mucha mucha salsa) o las Boulette à l’ancienne. Todo de lo más light…
Merkel fue en febrero y pidió patatas para todo su equipo. Estoy segura que no fue (sólo) cuestión de marketing…
Desde Jourdan, me gustaba pasar por el parque Lépold, que tiene un lago central, y donde muchos belgas hacen picnic los fines de semana; pasear cerca del Instituto Nacional de las Ciencias Naturales de Bélgica y llegar al Parlamento Europeo por su parte trasera. Sin entrar en materia política, el edificio merece ya la pena, y toda la escenografía de banderas y lenguas entremezcladas que lo rodean permite, aunque sea de manera utópica y simbólica, acercar al visitante a esa idea romántica de una Europa unida. El Parlamento puede visitarse con cita previa, y la verdad es que merece la pena. En el Parlamentarium, un edificio-museo anexo, uno puede aprender los principios de la Unión, como se construyó y toda la historia andada.
Si uno se queda en la plaza Luxemburgo, la plaza que queda justo frente a la entrada del Parlamento, un jueves por la noche, tendrá la oportunidad de catar de primera mano la realidad y las dinámicas de la Unión de manera más tácita: funcionarios que finalizan su semana laboral probablemente ese jueves, tomando unas cervezas con los colegas, haciendo tratos extraoficiales, y despachando cuestiones de estado a modo de charla de fútbol con los amigos. No hay rastro de belgas en esa plaza –muchos desconocen seguramente que hay fiesta grande en la plaza cada jueves–, sólo expats y parlamentarios que viven en un sector muy concreto de la ciudad y se relacionan mayoritariamente entre ellos en ese inglés continental que eriza los pelos de cualquier British de a pie. Otra Bruselas que es también muy Bruselas…
Después del Parlamento Europeo, empiezas a descender poco a poco hasta el centro por la Rue de Luxemburg hasta llegar a Trône y la avenida de las Artes, la arteria financiera de la ciudad. Después, bajando por la Rue Ducale uno llega al Palacio Real. Sí, Bruselas tiene uno, y es enorme, aunque yo lo desconocía por completo antes de vivir allí. El palacio, que es oficialmente el palacio del rey de Bélgica, no es usado como residencia real –el Rey vive en el Castillo Real de Laeken, un barrio a las afueras de Bruselas con una preciosa catedral–, y data de principios del siglo XIX. Desde 1965 está abierto al público durante el verano (desde el 21 de julio, día de la fiesta nacional, hasta septiembre). Merece la pena visitarlo si viajáis en verano, y luego darse un paseo por el parque que queda justo enfrente: son los jardines reales, hoy convertidos en un gran parque público, donde probablemente encontraréis artistas callejeros y música en directo.
Visitado el Palacio, simplemente hay que continuar camino hacia el centro siguiendo la torre que ya se visualiza de la Gran Place. Uno pasa por la Plaza Real, donde se encuentra el Museo Magritte, el genio surrealista belga, y un poco más allá, descendiendo ya hacia el Mont des Arts, el Museo de los Instrumentos. El edificio es precioso y muy singular, y al igual que con el arco de Triunfo, pocos saben que se puede subir a la azotea sin pagar el museo y disfrutar de estupendas vistas de la ciudad tomando una cerveza o comiendo en su restaurante. Del todo recomendable.
Los jardines del Mont de les Arts son la entrada a la villa vieja de Bruselas. Antes de visitar la Gran Place, me gustaba desviarme hacia la Estación Central e ir a la Catedral de Bruselas, otra gran desconocida, que al quedar ligeramente alejada de la plaza, no recibe tantas visitas como cabria esperar. Allí, el entramado de callejuelas se vuelve más denso, empedrado, y uno puede empezar a perderse por la antigua ciudad medieval. Desde la catedral, lo mejor es cruzar hacia la Grand Place por las Galerías Reales (hay del Rey y de la Reina), con sus tiendecitas vintage, y luego mezclarse ya con los turistas que gofre en mano visitan el tesoro arquitectónico de la ciudad. No caben presentaciones, es lo más visitado y sin duda lo mejor. Cerca de la plaza, cogiendo la Rue de l’Etuve, uno llega ante el legendario hombrecito que, pese a su tamaño, se ha convertido en símbolo de la ciudad. Puede que os decepcione por su altura, o porque probablemente ese día no esté vestido, pero no dejéis de visitarlo: el hecho de que lo vistan y desvistan según el día y la ocasión, y que lean un pregón cada vez que realizan tal ofrenda… eso, eso es también muy Bruselas. Tan rocambolesco que resulta entrañable.
En esa misma calle, camino al Manneken Pis (el famoso hombrecito que mea) muchos os pararéis a fotografiar un gran mural de Tintín que hay pintado en el muro de uno de los edificios. Sí, pocos lo saben, pero Bruselas dio a luz al cómic, y también es su capital por excelencia. Literalmente, pueden verse en muchos rincones. Tintín, Lucky Luke, los Pitufos, Spirou, XIII, Victor Sackville, Largo Winch, les Tuniques Bleues… Están dibujados por toda la ciudad. Se empezaron a hacer estos murales con la idea de subsanar y rehabilitar algunos edificios del centro y luego se acabaron también por pintar viñetas en paredes que quedaban al descubierto tras derribos, en algunas estaciones de metro o en parques y escuelas… Hay toda una ruta ideal para hacer en bicicleta, y no hay que perdérsela.
Cerca del mural que os comentaba, en la Rue des Grands Carmes, donde, por cierto, hay otro mural enorme en la fachada de una tienda de fuegos artificiales, está el Circulo de Viajeros, un lugar ideal para perderse entre libros y tomarse algo. Y a partir de ahí, uno puede seguir hasta la zona de Sainte Catherine, una preciosa iglesia donde antes estaba el mercado de pescado de Bruselas, y que ahora está rodeada de calles con mucho ambiente y buenos restaurantes (Fin du Siècle, La mer du Nord, ’t Spinnekopke,) y muchos bares (Monk, Madame Moustache, Café Merlo). De camino pasaréis por la Bourse, el centro neurálgico de la ciudad, que ahora planean hacer plenamente peatonal hasta De Brouckère, el centro más comercial. En la Bourse suelen quedar los bruselenses para salir a tomar algo. Cerca, el Halles de Saint-Géry, es el lugar ideal para tomar algo por la tarde y palpar esa fama también merecida que tiene la ciudad de apostar fuertemente por la música en directo.
Me he puesto a recorrer de nuevo la ciudad mentalmente y preveo que esta entrada en el blog se me alarga sin remedio… Así que voy a intentar resumirme. Y es que, pese a no responder a los estigmas que toda ciudad turística requiere, son muchos los rincones que Bruselas ofrece para perderse y gustar al turista. Y en realidad, son mucho más Bruselas que los que aparecen en las guías: el precioso barrio del Sablon, con todas sus chocolaterías –recomiendo visitar la de Pierre Marcolini, que muestra sus bombones como si fueran pequeñas piezas de arte, y luego darse un homenaje dulce en la selecta Wittamer, justo al lado de la gran iglesia del Sablon–; el imponente Palacio de Justicia, en obras desde tiempos inmemoriales, cuyos andamios de madera forman ya parte de la arquitectura de la ciudad, y de la rumurología urbana; la pequeña iglesia de Saint Boniface y los restaurantes y bares que la rodean; los miércoles en el mercado de Châtelain (otro reducto europeo); la impresionante Basílica de Koekelberg, una de las más grandes del mundo; el Museo Real de África Central, en Tervuren; la transitada Place Flagey, con ese concurrido lago que la rodea, el antiguo edificio de la televisión pública, y una de las cervecerías más abarrotadas de la ciudad, el Café Belga, que tomó su nombre de la Agencia Nacional de Noticias del país; los Invernaderos Reales de Laeken (allí donde vive el rey…); y el parque de Bois de la Cambre, uno de los pulmones de Bruselas con sus Jeux d’Hiver, sus lagos, sus tiovivos, su pista de patinaje y los caminitos que lo rodean. Un impresionante pulmón que, eso sí, de momento, sigue abierto al tráfico. Un perfecto ejemplo de lo bruselense: caos en equilibrio donde la practicidad a veces aplastante de los belgas convive con el exceso europeo, un crecimiento multicultural sin barreras que choca con la realidad de un espacio literalmente oprimido y las ambigüedades de querer ser una ciudad que son muchas a la vez.
Como cantaría Brel…
C’était au temps où Bruxelles rêvait
C’était au temps du cinéma muet
C’était au temps où Bruxelles chantait
C’était au temps où Bruxelles bruxellait…
Bruselas bruseleará, me temo, por mucho tiempo, lo mejor que se puede hacer es entenderla y aprender a quererla.
Lea Buendía
1 comentarios
Un maravilloso y emotivo paseo por Bruselas que nos muestra otra imagen, menos turistica pero mucho más real de la ciudad. Me ha gustado mucho y me ha animado a visitarla de nuevo cuanto antes.