Aviones de papel de estaño

por Lea Buendía

El día en que me iban a matar –que diría García Márquez si escribiera la crónica de mi muerte anunciada por mi 30 cumpleaños– me despertaron a las 8.30 de la mañana con limoncello y un buen ristretto, y pusieron en mis manos un misterioso paquete, tamaño libro. La susodicha “había soñado esa noche que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño”, habría seguido García Márquez… La verdad es que no suelo recordar los sueños, pero con permiso del maestro, debo decir, que despierta, todo parecía aún más feliz y fantasioso.

Hice de tripas corazón y me tragué de un golpe el chupito matutino –quizá era cierto eso de la muerte anunciada, pero 30 no se cumplen cada día–. Luego me comunicaron que aquel chupito era la primera pista de mi regalo. El ristretto, claro, la segunda. Y el bocadillo de Nutella que vino después, la tercera. La verdad es que todo estaba tomando un aire bastante italiano…
Y al fin llegó el momento de abrir el paquete. Por la forma había imaginado algún buen libro, italiano claro, o incluso algún recetario con platos de pasta… Que sé yo, una caja-paquete de estas que se regalan ahora, para ir a un italiano a cenar… Pero no, me sorprendieron con una guía de Roma. Al contrario que Plácida Linero, la afligida madre del Santiago Nasar de García Márquez, yo no había resultado muy buena intérprete de los sueños ajenos, pero si iba a ser la mejor poniéndolos en práctica.

Viajes sorpresa como regalo. Me gustaba la idea.
Parecía que la susodicha tendría que hacer las maletas…

Con el segundo chupito de limoncello en la mano abrí la guía para hojear las opciones. Ya que la muerte era anunciada, le haríamos justicia. Era una guía pequeña, de esas hechas para recorrer rápido una gran capital en un fin de semana, y confieso, ahora que no me lee nadie, que tras una leída rapida, me supo a poco. Ya he estado en Roma –y la adoro– así que supongo que buscaba encontrar en las coloreadas y compactas páginas de la guía planes alternativos a los típicos recorridos. Pero no.

La verdad es que cuesta encontrar guías que cumplan tales requisitos hoy día. Y no será por opciones. Pero yo soy de esas que, con antelación y alevosía, si va a viajar a algún lugar, prefiere la literatura a las guías puras y duras para ambientarse. Dan sencillamente más juego. Devoré las Notas de viaje: diarios de motocicleta del Che Gevara antes de ir a Cuba, y me volví adicta a Agatha Christie tras leer Muerte en el Nilo antes de hacer el viaje de mi vida y descubrir Egipto. Y la verdad es que una vez allí, cuando a bordo de tu pequeño barquito (sí, el de la foto de más arriba) pasas al lado de la Isla Elefantina (sí, llamada así porque efectivamente tiene forma de elefante) y el ancestral hotel donde Christie escribía sus novelas, todo cobra otro sentido.

Sin duda, Hércules Poirot habría huído sin dudar de aquella minúscula guía que tenía entre las manos la mañana en que me iban a matar, pero reconozco que en cierta manera las guías de viajes son muy útiles para esos viajeros quisquillosos que no sabemos lanzarnos a hacer turismo sin haber estudiado antes un poco el recorrido. Rápidas, efectivas, directas y aunque parezcan de lo más modernas, resulta que son casi tan antiguas como los que levantaron las pirámides.  Como esto de viajar, supongo. Los humanos empezamos a viajar hace miles de años, buscando comida o mejores climas, claro, pero le fuimos cogiendo el gustillo y ya hacia el siglo XIX/ inicios del XX éramos unos profesionales del medio. Tanto, que empezamos a llamar al fenómeno de visitar lugares Turismo. Las guías de viajes, sin embargo, llevaban la delantera desde hacia siglos. Ya en la Antigua Grecia, aquellos que se trasladaban de polis a polis dejaban escritos relatando sus rutas. Guías de viaje primitivas. El geógrafo y escritor griego Pausanias, viajero incansable del siglo II, dejó para la historia la palabra descripción, o “recorrido guiado”.

Los romanos, a cuyos descendientes visitaré en dos días, crearon guías para moverse por los puertos sin perderse, resaltando las cualidades y defectos de cada uno… Y en el mundo árabe medieval, se crearon las más curiosas y quizá las que más se asemejen a las que compramos hoy antes de tomar el avión:  guías para viajeros en busca de tesoros.  Sí, tal como suena. Fueron escritas por caza tesoros y expertos alquimistas que se dedicaban a buscar viejos objetos, artefactos, monumentos y otros tesoros escondidos en el Cercano Oriente, y en ellas se describía cada ruta, cada intento, cada descubrimiento. Algo que nos devuelve, por cierto, a Roma y también, como no, a mi adorado Antigo Egipto, pues sus antigüedades eran de lo más codiciado entre esos reporteros caza fortunas medievales.

Y luego llegó el Códice Calixtino, el del Camino de Santiago, escrito en 1140 por Aimerico de Picaud, un monje cluniacense francés que peregrinó a Santiago a caballo y fue anotando todo lo que veía y oía. Este códice está considerado de hecho como la primera guía turística de la historia pese a sus altas dosis de fantasía. Al fin y al cabo Picaud nos detallaba las infraestructuras y albergues disponibles, los hospitales, monasterios e iglesias abiertos, y hasta las reliquias a venerar, siempre claro, con aires literarios.

Más tarde ya, en 1835, el divorcio entre fantasía y realidad se haría del todo efectivo con la llegada de las genuinas y objetivas guías de viaje de Karl Baedeker, en Alemania, y John Murray III, en Inglaterra. Era el fin de los relatos en primera persona, que dejó paso a compendios prácticos de datos concisos liberados de sentimentalismos.

Y una echa ahora en falta un poco el género pese a venerar los datos concisos que alumbraron Baedeker y Murray. El viajar sin viajar en primera persona y a través de las sensaciones,  y no postrada ante una guía escueta de 50 páginas perfecta metáfora del minimalismo.  Añadiendo, por que no, un poco de fantasía al relato.

Como habría dicho García Márzquez, “Siempre soñaba con árboles”. La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros“.

Suerte que en Roma siempre hay sitio para cazadores de tesoros con cuadernos en blanco.

 Lea Buendía

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