Hace algo así como una semana, un grupo de científicos de la Universidad de Yale anunció que había descubierto una nueva especie de tortuga gigante en la Isla Santa Cruz, en las Galápagos, en Ecuador. En la isla habían ya catalogados dos tipos diferentes de esas extrañas y asombrosas tortugas gigantes que un día Darwin descubrió, pero eran de la misma especie. Al parecer, esta última descubierta no guarda absolutamente ninguna relación con las otras dos, si acaso, pequeños lazos con otra especie de la isla de San Cristóbal. Cosas de la evolución, que diría Darwin, asumo.
El caso es que esta nueva y radiante especie ha sido bautizada con el nombre de Chelonoidis Donfaustoi en honor a Fausto Llerena, el hombre que dedicó su vida a cuidar a Solitario George. No sé si os sonará el nombre, a mi no me decía nada, pero resulta que Solitario George fue la última tortuga gigante superviviente en la Isla Pinta, también en Galápagos, y que murió en 2012. Era el último ejemplar de su especie. De ahí, quizá, la determinación de Don Fausto, y lo de Solitario de George…
Los científicos creían que George tenía unos 112 años cuando murió. Fausto Llerena cuidó de él desde 1971 hasta 2014 y durante más de 40 años fue el responsable del centro de reproducción y crianza en cautiverio de las tortugas del Parque Galápagos, dónde intentó que George tuviera, sin éxito, descendencia.
La vida sexual de la tortuga se siguió con especial atención, de hecho. Cual telenovela científica de la clonación y la preservación. Pero a mi, que acabo de descubrir su historia, lo que más me llama la atención y fascina es en realidad lo poco que sabía de ella, de esto de las nuevas especies, de las Galápagos, y sobretodo, de la gente que dedica su vida allí a la ciencia.
Y si yo estoy fascinada, Don Fausto debe estar que salta de contento. Tras una vida dedicada a la investigación, descubren una nueva especie en sus islas, y encima, le ponen su nombre, el de un lugareño. Un honor solo al alcance de los más célebres investigadores británicos.
Me gusta pensar que Charles Darwin, el primero de todos esos investigadores británicos y quizá el más admirable de todos los viajeros intrépidos sobre los que he leído – que por cierto, murió poquitos años antes de que Solitario George naciera– habría estado de acuerdo. Bien, quizá no el Darwin que dejó a los 22 años tierra firme para recorrer durante cinco el Mundo en busca de…¿explicaciones?, pero seguramente, sí el que regresó.
El joven Darwin, ese que se había apuntado a una expedición como asesor naturalista, tras sus estudios de Teología –¡Sí, era un hombre de Dios!–, no tenía grandes dudas sobre el origen del mundo ni sus límites. Tampoco sobre el origen de las especies. Y sin embargo acabó observándolo todo: la geología y la biología, pero también las culturas, las gentes, las formas políticas, las formas de trabajo, y la economía de todos los lugares que visitaba. Recolectaba ejemplares y anotaba absolutamente cada detalle. Viajaba con todos los sentidos.
El Beagle, que así se llamaba el barco en el que navegó, atracó en Cabo Verde, Río de Janeiro, diversos (y exóticos) puntos de Uruguay, en Buenos Aires y la Patagonia argentina, en Tahití, Nueva Zelanda, Australia. En las Islas Malvinas y la Tierra del Fuego. Cruzó el Estrecho de Magallanes y el Chile central. La Isla de Chiloé, el Archipiélago de Chonos, los Andes, Perú, Mauricio… Y sus famosas Islas Galápagos, claro.
Surcando los mares Darwin aborreció la esclavitud, y también la religión. Aprendió de las diferencias y observó las coincidencias. Evolucionó. Ese particular crucero de lujo alrededor del Mundo le cambiaría la vida, y de refilón, nos la cambiaría a nosotros…
En la Inglaterra victoriana del siglo XIX, donde todo venía dado de la mano de Dios, lento y sin sobresaltos, el Darwin viajado eligió la insolencia. Y Don Fausto, en pleno siglo XXI, donde no hay tiempo para la velocidad de las tortugas, la paciencia.
Y parece que la perseverancia y la paciencia dan sus frutos.
De todo lo que vio y descubrió, Darwin decidió obsesionarse con algo en apariencia tan diminuto y normal como el plancton. Sí, esos pequeños microorganismos que flotan en el agua. Darwin coleccionaba plancton, y Don Fausto, Don Fausto observa tortugas centenarias en el paraíso.
No contento con todo lo que desveló su abuelo, años después de su muerte, el nieto de Darwin descubrió que el plancton tiene una fuerza comparable a la de los vientos o las mareas y que interviene de manera destacada en el proceso de mezcla de aguas oceánicas a gran escala. Y Don Fausto, Don Fausto tiene en su propia especie de tortugas la demostración de que su Solitario George quizá no estubiera tan solo.
En fin, que ni los más fuertes, ni los más rápidos, ni los más inteligentes… Como narraba el propio Darwin en sus escritos, el Mundo es –pese a todo– un lugar naturalmente maravilloso, y sí, sólo sobreviven aquellos que tienen la paciencia de descubrirlo a paso de tortuga.
Lea Buendía