Los aeropuertos son mega construcciones llenas de gente en tránsito y maletas que están presentes en muchos de nuestros viajes, una gran parte de nuestros planes viajeros incluyen alguna que otra hora muerta allí dentro. Son para mí lugares especiales y hasta dignos de estudio y aún a riesgo de que este artículo parezca la escena final de Love Actually confesaré aquí que me encantan los aeropuertos.
De pequeña pasé muchas horas en el de Valencia esperando a mi madre, una persona que debía viajar por trabajo constantemente así que cuando volvía a casa ese era el ritual sagrado e imperdible, mi padre debía llevarme al aeropuerto para recogerla.
Después de tantas horas allí, cogí práctica. Me gustaba y me sigue gustando observar a la gente en los aeropuertos, se crea un micro universo de los viajes donde hay distintos grupos, estatus y prioridades; la vida misma encerrada en edificios repartidos por todo el planeta.
A mi lo que más me gustaba era ver a las tripulaciones, asociadas al glamour en el imaginario colectivo de los 90, mis favoritas eran las siempre elegantes azafatas de Air France, nunca el rojo y el azul representaron mejor a una marca. Ahora los uniformes son mucho más prácticos y funcionales, ellas pueden elegir llevar pantalón y hasta algunas compañías han incluido las zapatillas, la vida evoluciona y el mundo de la aviación no iba a ser menos, ¡bravo por esto!
Pero, glamour aparte, qué sería de los aeropuertos sin los viajeros, pasajeros de todo el mundo que viajan por motivos diferentes y en distintas condiciones. Están los que viajan por trabajo, los turistas accidentales, siempre ligeros de equipaje, pragmáticos, se conocen los procedimientos porque para ellos son rutina y siempre van rápido porque creo que en el fondo lo que quieren es llegar a casa.
El grupo de amigos que viajan con bajo presupuesto es otro perfil muy habitual, se encuentran por cualquier rincón del aeropuerto, generalmente en posición horizontal porque seguramente habrán declinado pagar la última noche de hotel y enlazan la fiesta con la espera delante de la puerta de embarque. O los influencers, esa gente con ropa carísima a la vez que incomodísima para viajar, siempre móvil en mano y que recorren los largos pasillos de aeropuertos internacionales a ritmo pausado.
Para alimentar las horas muertas de los viajeros existe el duty free, ese punto de encuentro, el sitio por donde todos los mortales paseamos, aunque rara vez compremos, sirve para entretener y con suerte conseguir alguna muestra gratuita de perfume porque lo de encontrar mejores precios a mí aún no me ha pasado.
Existe una honrosa excepción en el duty free, un artículo por el que muchos enloquecemos sin razón aparente: el Toblerone. Una chocolatina suiza, buena, pero en absoluto económica que nos salva de muchos compromisos de última hora. Acabas cargando uno de cada y te guardas un par para ti, porque te lo has ganado, todo un clásico.
En los aeropuertos, como en la vida, siempre han habido clases por eso durante nuestros viajes transitamos por aeropuertos normales y corrientes pero que reciben a muchos pasajeros, como el de Valencia; aeropuertos pequeñitos de ciudades menos turísticas donde solo vuelan las low cost y donde te da la sensación de estar en medio de la nada, como el de Düsseldorf; los grandes clásicos de nuestro tiempo como Heathrow o Charles de Gaulle, estos dos los viajeros laborales se los podrían recorrer con los ojos vendados.
Y mi favorito, el aeropuerto de Zurich. Una ciudad de tamaño mediano para un aeropuerto enorme que es un hub europeo y desde donde llegas igual a Los Ángeles que a Tel Aviv y lo más importante, tiene una fuente de chocolate enorme para que pruebes el auténtico chocolate suizo, ríete tú de los Toblerones del duty free.
Las salas VIP son espacios para mí aún desconocidos donde imagino toda clase de comodidades extra a precios desorbitados. No rechazaría una invitación a probarlas, pero mientras tanto intuyo que podré sobrevivir sin wifi de alta velocidad y brunch mientras hago escala.
Los aeropuertos son en definitiva un reflejo de nosotros mismos, un pueblecito donde los habitantes cambian cada pocas horas y donde no hay alcaldía pero sí unas normas. Quizás se puede conocer un poco a la gente en función de cómo viaja, la próxima vez que esperes tu avión prueba a observar. ¿Un aliciente? En estos tiempos difíciles, lo bueno de los aeropuertos es que las escenas que allí ocurren (casi) siempre son felices.