Ya había estado en la ciudad, fugazmente, en otras oportunidades, no muchas. Por ese motivo, con anterioridad, no hice una visita al corazón del Barrio de las Letras, si bien lo sentía como una falta de mi parte teniendo en cuenta mi gusto por la lectura.
Dicen que todo sucede por algo o para algo, no entiendo muy bien el significado de esto, no va con mis creencias. Pero algo me llevó a hospedarme en la calle de la Cruz. Lo concreto fue que, en principio, quería solo sentirme cómoda, próxima a Plaza del Sol que tiene todo muy a mano.
Y así llegué a la zona que me interesaba del Barrio de las Letras, en otro momento había sido llamado Barrio de las Huertas, debido a su actividad literaria y museística hoy tiene justamente ganado el nombre que lo identifica. En pleno centro de Madrid se encuentra bien delimitado por las calles Atocha, Paseo del Prado, Carrera de San Jerónimo y Cervantes.
Con expectativas medidas por mi experiencia viajera, bien tempranito un día de febrero de 2020 en el que no hacía tanto frío y había escasa gente en la calle, me dediqué a pasear (ya se hablaba de la pandemia, pero no mucho aún en España). Mi objetivo era andar y curiosear, simplemente, en la zona de este barrio a la que asocié con la figura de Lope de Vega. Este último fue el principal motivo, creo, que me llevó a visitar el lugar aquel día.
El Siglo de Oro español se presentó en mi memoria, sabía que autores como Cervantes, Quevedo, Góngora y otros habían transitado aquellas “callejuelas” de entonces y de las que ya queda poco. No me importaba eso demasiado, conocía acerca de la actividad literaria desarrollada allí en los siglos XVI y XVII y con eso estaba ya conforme. Me sentía plena, mientras caminaba por calles hechas peatonal que rememoran sobre el empedrado, también, a renombrados literatos de épocas más cercanas.
Se percibe un ambiente especial, es una zona diferente; en mi errático recorrido, me detuve con mucha curiosidad enfrente de una taberna que ostenta en su fachada el año 1866. Lo cierto es que captó mi atención su rojo brillante y las fotos de los escritores que adornan el frente. Tapas, cervezas y vinos ofrecen al visitante, me prometí volver después de la tarde para vivir la bohemia del lugar y no pude, Madrid es extenuante, ofrece demasiado. Imposible pensar en la noche cuando uno tiene como objetivo aprovechar la totalidad del día.
Me encantó descubrir los nombres de las calles. Fotos y más fotos de vidrieras y carteles que las identifican. Grande fue mi sorpresa cuando descubro a la llamada, desde 1835, Calle de Cervantes. Imposible no esbozar una sonrisa, justo allí, a pocos metros se encuentra la Casa-Museo de quien, según se sabe, fue su acérrimo enemigo: Lope de Vega.
También pude observar una fachada cuyo frente informa que ahí vivió y murió Miguel de Cervantes Saavedra. Si bien puse en duda el dato, tomé fotografía del frente recordando que hay otros lugares que se adjudican tales eventos. No me importa la veracidad de ello. Pero no logré evitar pensar que, en el momento de morir, su despedida fue pobre, sin reconocimiento popular y eso me hizo reflexionar sobre que las épocas y el conocimiento del hombre cambian y ponen las cosas en su lugar. Imposible no evocarlo y hacerme preguntas que no siempre obtienen respuestas.
Ese sector del barrio me atrapa con su espíritu literario, anacrónico y pintoresco a la vez. Me dejo llevar, simplemente… Imagino los dimes y diretes, las rencillas literarias, las discusiones, los favoritismos que ganaron las calles, los días y las noches del lugar siglos atrás.
Pleno arrabal hoy imposible de imaginar, lo cierto es que los escritores (en no pocas oportunidades) vivían en esas zonas de huertas debido a que eran las más económicas para rentar. En consecuencia, allí mismo, en los corrales de comedias, surgieron las primeras imprentas. Una de ellas, tuvo a su cargo en 1604 la impresión de la primera parte de Don Quijote de la Mancha.
Ahora sí, bienvenidos a la casa del Fénix de los Ingenios…
En mi recorrido encuentro bares, tascas, palacetes, conventos, museos. Desearía entrar a cada uno de ellos pero, además de estar muchos cerrados, debo jerarquizar y me dirijo hacia la que fue la casa de Lope de Vega. Se debe reservar con antelación el ingreso, pero dadas las circunstancias, pude acceder con total facilidad, la encontré ubicada en un antiguo edificio donde el escritor vivió sus últimos 25 años.
Allí, me aclaran que la casa mantuvo su uso como vivienda y tuvo diferentes dueños hasta 1929, año en que comienza a gestarse la puesta en valor como museo, si bien la Real Academia Española y la Comunidad de Madrid jugaron un papel destacado en 1990 para la concreción del proyecto. Así, el lugar recrea no solo el interior de la vivienda de Lope de Vega, sino también incluye en ella todo un patrimonio cultural de la época.
Cuando traspaso el hall de entrada que da al jardín, no puedo evitar pensar en su ajetreada vida, en la cual fue acusado de inmoralidad y recuerdo que, inclusive, había sido ordenado sacerdote. Debió sentirse afortunado, intuyo, ya que vivió cerca de uno de los célebres “mentideros” en la antigua calle León, y además poseyó una propiedad sumamente atractiva para la época.
Muy motivada comencé la visita guiada a través de lo que el autor nombró como su “gûertecillo”. En el mismo observé el aljibe de la época y algunos árboles y pérgolas que denotan demasiada actualidad. Desde las habitaciones superiores, la perspectiva cambia: no puedo dejar de imaginar al poeta viendo a través de la reja la plantación, el vecindario, el ir y venir cotidiano, doméstico, de su familia y criadas. Deduzco que su encanto debió tener para que lo nombrara en una carta célebre que le envió a un amigo.
Una de las habitaciones que más me impactó fue un recibidor exclusivo para damas, le llaman el “estrado” por su escasa, pero necesaria elevación para que pudieran subir, sentarse y sentirse cómodas según la usanza de la época. Ese espacio no solo era destinado para la tertulia, sino que se lo utilizaba, también, para la oración y labores de aguja. En el medio, un gran caldero que hacía más acogedor e íntimo el lugar. Todo un lujo y una excentricidad en el Siglo de Oro por incluir el estilo oriental en no pocos detalles.
La casa, según la visión de hoy, puede considerarse pequeña, pero destaco dentro de sus atracciones, con toda seguridad, la habitación más importante: el estudio de Lope de Vega. Presidido por un retrato del prolífico escritor y del cual la autoría se desconoce. Hubiera permanecido horas allí, deseé tener en mis manos algunos de los tanto libros patrimonio literario del siglo XVII que en se encuentran en este recinto.
El sólido escritorio, la pluma, los sillones recrean una época y un ambiente íntimo donde se escribieron gran parte de las obras más importantes de la época dorada de la literatura española hacen que me detenga para disfrutar todo el tiempo que me fue permitido hacerlo.
Evoqué a Lope de Vega quien murió en esa casa, en 1635, y un gran reconocimiento de su prolífica obra. Todos los géneros literarios le deben algo, si bien tuvo temas recurrentes, se lo valora como a uno de los renovadores de las letras castellanas. Imposible no imaginar en esa adusta habitación sus horas dedicada a la creación, sus reuniones entre caballeros o colegas. Mi experiencia viajera y mi apego a los libros hicieron que me sintiera más que satisfecha.
Recorrer esta parte del Barrio de las Letras había dejado de ser una asignatura pendiente. Sé que me espera mucho más, Madrid siempre me tuvo de paso, quizá por eso queda en mí siempre latente el deseo de volver y dejar que me sorprenda.
Publicado en el Nº44 de la revista Magellan