Esta semana, coincidiendo con el día de la mujer trabajadora, y gracias a una amiga que daba unas conferencias de lo más prometedoras para la ocasión, recordé una canción de Ismael Serrano que me encanta, una que habla de guerrilleras urbanas, de combates y luchas, y de mujeres incansables. No estarás sola, se llama. Y así, a lo tonto, acabé, como muchas otras veces, escuchando su repertorio entero… Rememorando, como él diría, “causas, azares y luchas“…
Todo esto ocurría, ironías de la vida, mientras miraba de forma compulsiva catálogos de viajes para novios. Lo sé, poco de guerrillero, menos idealista, y para nada transgresor. Pero en esas me hallaba. Siempre soñando con viajar bien lejos, y cuando uno tiene la oportunidad de darse el gusto y arruinarse en el intento, no sabe ni por donde empezar. ¡Ai! Difícil y gustosa lucha… Todas fueran así, ¿no?
Habíamos empezado por querer ir a Chile. Bueno, mejor dicho, habíamos empezado con soñar con ir a Isla de Pascua. Un día, visitando las ruinas griegas de Empúries, vimos una exposición itinerante sobre la isla cerca del recinto arqueológico y nos enamoramos. Lo curioso es que no sabíamos ni dónde se encontraba la isla. Y resultó ser en Chile. La idea de combinar el enigma de los moais con pasearse “por delante de la Moneda, tarareando a Jara” (sí, vuelvo a Serrano) era de lo más atrayente. Ya me veía allí, en Santiago, de pisco en pisco.
Nuestro sueño se vio truncado por imposiciones de lo más mundanas: tenemos vacaciones en agosto y en Chile será invierno, así que, cegados por el deseo de un viaje caluroso, decidimos dejarlo para otro momento. Menudos guerrilleros andamos hechos.
En fin. Nuestra mente voló entonces a lares más cálidos. Vietnam, Cuba, Thailandia, el Caribe, Tanzania, Myanmar, Jordania… La lista se hizo infinita y enloquecimos. Literalmente. De norte a sur, y de este a oeste. Había, sin embargo, algo de cordura en nuestras dilaciones, siempre un denominador común: historia, monumentos, ruinas arqueológicas…
Leyendo acerca de los diferentes destinos dimos por casualidad con un artículo, sino trascendental, sí al menos curioso, que cambiaria el curso de los acontecimientos: Misterios arqueológicos nunca resueltos, dictaba el título. Había un poco de todo.
Un enorme Caballo Blanco en Uffington (Oxfordshire, Gran Bretaña); el Liber Linteus Zagrabiensis, el texto más largo conocido, escrito en lengua etrusca ¡y sobre lino!; la roca de siete metros del Chamán Blanco, en el Bajo Cañón Pecos de Texas, cuyo origen o cultura se desconoce; las tablas de Tartaria, encontradas en un pequeño pueblo rumano, que podrían ser la primera forma de escritura descubierta; o el manuscrito de Voynich, de unos 500 años, y cuyo origen y contenido, mezcla de raíces árabes, latinas y polinesias, los lingüistas siguen intentando descifrar.
Seguíamos queriendo ir a todas partes —¡Lástima que aún no hayan dado con la Atlántida!– pero había un país que acumulaba, para nuestra alegria, enigmas por doquier: Perú.
El mismo manuscrito de Voynich, en realidad un libro de 230 páginas, con intrigantes dibujos de especies desconocidas, plantas jamás encontradas y reproducciones astrológicas casi exactas –el santo grial de la lingüística histórica, vaya– podría haberse escrito con mucha probabilidad allí o en México. Resulta que Perú guarda un sinfín de tesoros de lo más enigmáticos que servidora personalmente desconocía.
Las gigantescas y enigmáticas líneas trazadas sobre la superficie terrestre del desierto de Nazca, las Líneas de Nazca, son sin duda de los más impresionantes. Cientos de figuras hechas hace dos mil años por la cultura anterior a la Incas, los Nazca, entre las que hay animales y figuras geométricas, cuyo significado se desconoce por completo. Lo más intrigante es que las líneas no son nada espectacular desde el suelo, pues no pueden casi ni apreciarse, pero toman forma vistas desde el cielo.
Dicho y hecho, nos obsesionamos con Perú.
La lista de enigmas era extensa: a parte de los monumentos citados y piezas indescifrables como las del desierto de Nazca, encontramos que Perú guarda muchos otros tesoros que jamás han sido siquiera encontrados. Barcos de los conquistadores españoles hundidos, piezas perdidas o cofres repletos de monedas escondidos. Los más célebres son los cofres del capitán inglés William Thompson, a quién en 1820 le asignaron la misión de llevar un tesoro de Lima hasta México. Se cree que Thompson los escondió en algún lugar en las islas Coco, a 560 kilómetros de Costa Rica, pero aún nadie a conseguido dar con su paradero, y eso, ¡que hasta el presidente Franklin Roosevelt lo intentó en 1910!
Cegados por tanto romanticismo viajero hemos empezado a mirar precios… Y a llorar por ello. ¡Quién pillara algún lingote!, me digo ahora, mientras sigo con la música ambiente leyendo al mismo tiempo acerca del Candelabro de Paracas, también en Perú, un geoglifo ubicado en la provincia de Pisco, diseñado sobre la arena, que mide 180 m de largo y que se calcula tiene unos 2500 años y los diferentes tipos de hoteles –y precios– que rodean el Machu Pichu.
De hecho, llevo ya tres discos de Serrano leyendo acerca de la crueldad de los conquistadores españoles, los saqueos, las matanzas. Lo que se destruyó y lo que quedó. Y me doy cuenta, pese a la historia compartida, de lo poco que sé de esas culturas a las que los virus europeos –en el sentido más amplio de la palabra– destruyeron. O destruimos, vaya, para ser honrados. Y yo aquí, pensado en lingotes de oro y en cómo enrolarme en una expedición a tierras incas a módico precio.
Sorpresa… Nada ha cambiado mucho, seguimos como siempre, guerreando por el oro.
En estas que Ismael cita al maestro Antonio Machado. Siempre le ha gustado eso de robar versos de los mejores.
Hoy es siempre todavía, –cita–
y sigue…”toda la vida es ahora, y ahora, ahora es el momento de cumplir las promesas que nos hicimos
porque ayer no lo hicimos, porque mañana es tarde, ahora”.
Pues eso.
Lea Buendía